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De Reyes y Bastardos

Actualizado: 12 nov 2022



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Gibraltar, marzo de 1350



El cortejo marchaba triste, afligido, envuelto en un profundo y respetuoso silencio bajo el inclemente sol de principios de primavera. A sus espaldas sobrevolaban los buitres en un cielo azul, sin mácula, impacientes por darse un festín con los despojos de los soldados muertos durante el frustrado asedio a Gibraltar. En uno de los carros del lúgubre séquito se escuchaban los sollozos ahogados de una mujer. Había aparentado entereza, frialdad, determinación. Pero estaba exhausta. No pudo soportar durante más tiempo el terrible dolor que le afligía y finalmente se derrumbó. Y rompió a llorar, intentando que sus lágrimas aliviaran sus pesares y sufrimientos. El hombre al que amaba, al que había consagrado toda su vida, había muerto. Sobre ella y sus hijos se cernía un incierto futuro. Doña Leonor de Guzmán había sido, durante más de veinte años, la amante del rey, la madre de diez de sus hijos. Los nobles y clérigos acudían a ella para pedirle consejo y mediación, pues era bien conocida en Castilla la influencia que ejercía sobre don Alfonso. La reina, la esposa del rey, era doña María de Portugal, pero a quien amaba don Alfonso, a quien colmaba de halagos, regalos y títulos, era a ella, a doña Leonor de Guzmán; la mujer más poderosa de Castilla. Al menos hasta ese momento. Doña María de Portugal la odiaba. A ella y a sus hijos. Para la reina, doña Leonor de Guzmán no era más que una vulgar concubina, una bruja que había hechizado a su marido con el propósito de apartarlo de su familia y de colmar de títulos y prebendas a sus bastardos. Doña Leonor de Guzmán estaba persuadida del profundo odio que la reina le profesaba y ahora, carente del amor y de la protección del rey, se preguntaba qué sería de ella y de sus hijos. Pronto en Castilla sería proclamado un nuevo rey y doña Leonor dudaba de que esos nobles, a los que tanto había favorecido, siguieran siendo fieles y leales a los Guzmanes. Y sin ellos, sin su protección, sería presa fácil de la reina María. Se arrojaría sobre ella y sus hijos como una leona hambrienta y furiosa sobre un solitario y frágil cervatillo. Su hijo don Fabrique, maestre de la Orden de Santiago, tiraba de las riendas con el rostro compungido. Los temores de su madre eran también los suyos. En un gesto de consuelo, la abrazó y la estrechó con cariño en su pecho. Un noble, que cabalgaba cerca del carro, giró la vista y observó como doña Leonor ocultaba el rostro entre sus manos y era consolada por su hijo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó don Juan Alfonso de Alburquerque, fiel servidor de la reina y uno de los hombres más ricos y poderosos de Castilla.

La pregunta iba dirigida a don Alfonso Fernández Coronel, el señor de Aguilar, que, como la mayoría de los nobles que acompañaban al cortejo fúnebre, se encontraba inmerso en sus pensamientos, escrutando los diferentes escenarios que podrían desatarse en Castilla tras la inesperada muerte del rey. Don Alfonso Fernández Coronel era partidario de doña Leonor. Debía ser cauto en su respuesta. Don Juan Alfonso de Alburquerque era el canciller de Castilla y privado del futuro rey, Pedro I, hijo de doña María de Portugal. Quizá era momento de reconsiderar las alianzas.

—¿A qué te refieres? —don Alfonso Fernández entendía perfectamente el propósito de la pregunta, pero necesitaba ganar tiempo para preparar una respuesta adecuada.

—No seas necio, que nos conocemos desde hace años —respondió Alburquerque—. Muchos de los que ahora os encontráis acompañando a este triste séquito, tenéis el gesto mustio y descompuesto, pero desconozco si es por tristeza o por temor. Habéis prosperado bajo la larga sombra de la amante del rey, despreciando e ignorando a nuestra reina.

Don Alfonso Fernández Coronel permanecía en silencio, digiriendo cada una de las palabras que el canciller lanzaba con toda la intención.

—Todavía recuerdo cuando doña Leonor te cedió la tenencia de Medina Sidonia, su residencia —prosiguió Alburquerque—. Estabas exultante, radiante de felicidad. Eras el señor de Aguilar, alguacil mayor de Sevilla y protector de la concubina. Estabas en la cima de tu poder. Pero…

—¿Pero?

—La situación ha cambiado.

—Es evidente.

Alburquerque asintió en silencio. Concedió unos instantes a don Alfonso Fernández Coronel para que reconsiderase sus fidelidades. El señor de Aguilar era un poderoso noble y era conveniente tenerlo de su parte. El futuro rey, Pedro I, apenas era un muchacho de quince años. Joven e inexperto, sería presa fácil para cualquier noble ambicioso y experimentado, que podría «orientarle y dirigirle» según su propio criterio e interés. Don Juan Alfonso de Alburquerque era el hombre de confianza de doña María de Portugal. Hombre astuto e inteligente, había sabido moverse con prudencia y sabiduría entre dos aguas, ganándose la confianza de don Alfonso y el respeto y consideración de doña Leonor. Pero el canciller de Castilla siempre tuvo muy presente que la única y verdadera reina de Castilla era doña María. Pero los Guzmanes contaban con importantes apoyos entre la nobleza y la Iglesia castellana. Alburquerque era el canciller, el hombre más poderoso del reino, pero todo hombre, por grande que sea su poder, necesita aliados y don Alfonso Fernández podría ser uno realmente valioso.

—Pronto llegaremos a Medina Sidonia —observó Alburquerque.

Don Alfonso Fernández Coronel permanecía en silencio. En rededor sólo se escuchaba el ahogado lamento de doña Leonor y el eco de los cascos de los caballos.

—Será un buen momento para demostrar de qué lado estás —prosiguió el canciller—. Aunque entiendo que no dispones de muchas opciones.

—Siempre estaré del lado de mi rey —replicó don Alfonso Fernández Coronel—. Estoy aquí, acompañando a mi rey fallecido y lo estaré en Sevilla, con su hijo, el legítimo heredero, don Pedro. En mí, el rey no encontrará más que a un fiel vasallo.

Alburquerque sonrió satisfecho.

—¿Y don Juan Núñez de Lara? —preguntó.

Don Alfonso Fernández torció el gesto y le lanzó una mirada interrogante.

—¿Sabes si también será «fiel» a don Pedro? Hasta ahora, lo ha tratado con desprecio y desdén. Tanto a él como a la reina.

—Yo respondo por mí —replicó don Alfonso con cierta irritación—. Lo que decida Núñez de Lara es cuestión suya. Será mejor que le preguntes a él.

—Lo haré, no dudes de que lo haré.

Alburquerque azuzó su montura y se alejó del señor de Aguilar, dejándolo sumido en una profunda inquietud. Núñez de Lara, el señor de Vizcaya, era su amigo. Extremadamente rico y poderoso, era partidario de la concubina de don Alfonso. Se consideraba el legítimo canciller de Castilla. En Alburquerque no sólo advertía a su rival político, sino también a un peligroso y temible enemigo. Don Alfonso Fernández se mesó pensativo la barba. Don Juan Núñez de Lara, al igual que había hecho el canciller, no tardaría en cuestionarle para que revelara sus intenciones. Y, Medina Sidonia, donde se encontraba la residencia de doña Leonor, se encontraba tan cerca…









2



Gibraltar, marzo de 1350



Don Juan Núñez de Lara cabalgaba en silencio, rumiando sus pensamientos al tiempo que negaba con la cabeza. A su lado se encontraba don Enrique de Trastámara, uno de los hijos bastardos que el fallecido rey don Alfonso había tenido con doña Leonor de Guzmán. Se trataba de un joven apuesto de cabellos castaños, labios finos y mirada profunda y resuelta. Tenía dieciséis años y a pesar de su juventud era muy consciente de las consecuencias que la muerte de su padre tendría para su futuro y el de su familia. Cabalgaba en silencio, lanzando de vez en cuando miradas de soslayo al señor de Vizcaya, el principal valedor de su madre. A don Juan Núñez de Lara sólo un noble le hacía sombra en Castilla, sólo un noble podía rivalizar con su poder y riqueza: don Juan Alfonso de Alburquerque.

—Se lo dije —comenzó a musitar el señor de Vizcaya—. Se lo rogué y no me hizo caso.

Don Enrique le miró y guardó silencio.

—Le dije que abandonáramos el sitio de Gibraltar, que la peste estaba diezmando a la población de la comarca y que no tardaría en llegar a nuestro campamento. Pero no me escuchó.

—No quiso escucharte —intervino don Enrique.

—Sí, no quiso escucharme. Ansiaba conquistar Gibraltar y arrebatarle a los moros el dominio del Estrecho. Y vive Dios que lo habríamos conseguido.

—Por eso no quiso marcharse. Estuvo tan cerca…

—Incluso Albulhachah Yusuf, el sultán de Granada, estaba convencido de que iba a ser derrotado. Gibraltar sería conquistada por nuestro rey.

Don Enrique asintió, recordando el correo que Albulhachah Yusuf envió al sultán de Almería y que fue interceptado por una patrulla castellana. En la carta, Albulhachah se lamentaba del asfixiante asedio al que estaba siendo sometida la plaza de Gibraltar, tanto por tierra como por mar. Que cayera en manos cristianas era cuestión de tiempo. El sultán de Granada se encomendó al auxilio del sultán de Almería o a la intervención de Alá. No disponía de más opciones. Y el infausto milagro se produjo.

—No tardaron en producirse las primeras muertes en el real y al poco, la pestilencia se extendió por todo el campamento, hasta que finalmente el propio rey cayó enfermo. Ya nada pudimos hacer salvo rezar con toda nuestra alma —dijo Núñez de Lara.

—Al menos, su muerte fue rápida, lo que le alivió de sufrir terribles padecimientos —dijo don Enrique.

—Vano consuelo para aliviar el dolor por la muerte de un hombre que sólo tenía treinta y nueve años —replicó el señor de Vizcaya—. Aún le aguardaban por consumar grandes proezas al rey que aplastó a los benimerines en la batalla del Salado. En aquel lance, tu padre salvó a Castilla y a toda la cristiandad de la invasión de estos infieles. Pero ahora, víctima de su impaciencia, marchamos a Córdoba a enterrar sus restos junto a los de su padre, don Fernando.

—Fue un gran hombre.

—Fue un gran rey —apostilló don Juan Núñez de Lara.

Don Enrique asintió y apretó los labios. En su cabeza barruntaba una pregunta que sabía que debía formular, pero temía tanto la respuesta que se negaba a hacerla. Ahora que su padre había muerto, la vida de su madre, la de sus hermanos y, sobre todo, la suya, estaban a merced de su hermano don Pedro. Don Juan Núñez de Lara le miró. En sus ojos leyó sus desvelos y preocupaciones.

—Nos dirigimos a Córdoba —comenzó a decir—, pero en unas horas llegaremos a Medina Sidonia, donde haremos parada antes de continuar nuestro viaje.

—Y luego a Sevilla, donde se encuentran don Pedro y su madre, la reina…

—Así es.

Don Enrique tragó saliva. Doña María de Portugal le odiaba. Tanto a él como a su madre… como a sus hermanos. Para la reina, su madre era una perra callejera que había parido una camada de bastardos.

—Debes acudir a Sevilla y prestar el debido juramento de fidelidad a tu hermano, el rey —dijo el señor de Vizcaya como si leyera sus pensamientos—. No tienes otra opción.

—Sabes que la reina nos odia. Temo que seamos apresados o ajusticiados nada más cruzar las puertas del alcázar.

—Debes ser prudente. Si no te presentas en Sevilla, don Pedro entenderá que te declaras en rebeldía e irá en tu busca. Ríndele sumisión y pleitesía, al menos hasta que hayamos calculado convenientemente nuestros apoyos.

—¿Nuestros apoyos? ¿Qué quieres decir?

—No seas necio. Yo siempre he apoyado a vuestra familia. En mí siempre habéis encontrado a un amigo, a un fiel aliado. Para la reina María, todos aquellos que, de un modo u otro, han favorecido a los Guzmanes, son sus enemigos. Es cierto que con la muerte de don Alfonso vuestra situación en la Corte se ha vuelto extremadamente compleja y delicada. No te lo voy a negar, pues rehuir la realidad es de insensatos y evita el esfuerzo de procurar buscar alternativas, soluciones, que permitan revertir los acontecimientos. Pero no es menos cierto que nobles como don Alfonso Fernández Coronel, los hermanos Ponce de León o yo mismo, también nos encontramos en un, digamos, apuro. Nuestros destinos, querido amigo, están ligados.

—Eso es cierto —concedió don Enrique.

—No pienses que soy un loco imprudente. He enviado espías a Sevilla, para que recaben información de las intenciones de don Pedro y de la reina. Pronto tendremos respuesta a nuestras inquietudes.

Don Enrique meditó las palabras del señor de Vizcaya. En espera de los informes de los espías, sólo disponía de dos opciones: acudir a Sevilla y jurar fidelidad a su hermano, el futuro rey Pedro I, o bien, huir a alguna de las plazas fieles a su familia en espera de los acontecimientos.

—Bien, creo que sería prudente esperar en Medina Sidonia la llegada de tus espías. Una vez que tengamos más información, decidiremos cómo actuar —dijo don Enrique.

Don Juan Núñez de Lara asintió y lanzó un largo suspiro. Intentaba aparentar una calma y serenidad de la que carecía.


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