Numancia, veinte años de feroz resistencia (154 a.C.-133 a.C.)
Después de acabar con la resistencia de Viriato y de sus guerreros lusitanos (148 a.C.-139 a.C.), Roma centró sus esfuerzos en reducir a cenizas Numancia, la indestructible e inexpugnable capital de los arévacos. Su intento de conquista está enmarcado en el contexto de la Segunda Guerra Celtíbera, desarrollada entre los años 154 y 152 a.C., cuando la ciudad de Segeda, principal baluarte de la tribu de los belos, amplió sus murallas para dar cobijo a sus vecinos los titios. Esta ampliación no fue del agrado del Senado de Roma que la consideró ilegal, pues según el tratado de Graco, las ciudades tenían categóricamente prohibida la construcción de murallas. Los segedanos interpretaron que el acuerdo de Graco hacía referencia a ciudades nuevas y no a las ya construidas. Roma, gracias a este conflicto, advirtió una espléndida oportunidad para extender sus dominios e imponer su autoridad en Hispania. Aunque se desarrollaron intensas negociaciones, la decisión ya estaba tomada: Roma declaró la guerra a las tribus celtíberas.
El Senado encargó la misión de reducir a los celtíberos al cónsul Quinto Fulvio Nobilior, cediéndole el mando de 30.000 legionarios. Los segedanos, que aún no habían concluido las obras de la colosal muralla de ocho kilómetros de perímetro, se vieron obligados a buscar refugio en Numancia. Segedanos y arévacos se aliaron frente al enemigo común, al que persiguieron y hostigaron hasta que, el 23 de agosto de 153 a.C., el día de Vulcano, los celtíberos infligieron a los romanos una devastadora derrota. 6.000 legionarios perdieron la vida ese día. Fue un desastre tan humillante que, desde entonces, los romanos evitaron entrar en batalla esa fecha. Tras la victoria, los celtíberos se retiraron a Numancia, al tiempo que acordaban alianzas con ciudades próximas.
Nobilior recompuso sus legiones, a las que se unieron auxiliares númidas y diez elefantes. Con la perspectiva de desquitarse de la derrota sufrida, marchó inmediatamente a la conquista de Numancia, donde se habían resguardado los celtíberos causantes de su humillación.

No tardó el cónsul romano en lanzarse al asalto de las murallas. Desde el adarve, los celtíberos observaban con pavor a los elefantes, animales colosales que jamás habían soñado que existieran. Nobilior persuadido del impacto que esas bestias habían provocado en sus enemigos, los envió hacia las murallas. Flechas, lanzas, piedras, fueron arrojadas sobre los elefantes. Cuentan las crónicas, que un elefante fue herido en la cabeza. Desorientado y furioso, el animal cargó contra los propios legionarios, causando un enorme caos entre sus filas. Los celtíberos advirtieron el desorden en las tropas romanas. Abrieron las puertas de la muralla y salieron en embestida provocando numerosas bajas entre sus enemigos. Nobilior tuvo que replegar sus tropas y, frustrado, se retiró a su campamento sin haber logrado su anhelado objetivo.
Diez años después, en el 143 a.C., Roma reanudó las hostilidades contra las tribus celtíberas. En esta ocasión, quien intentó someter, de una vez por todas, a los molestos celtíberos, fue el cónsul Quinto Cecilio Metelo, un experimentado general al que, debido a sus victorias en Grecia, fue ensalzado con el sobrenombre de «el Macedónico». Para lograrlo, el Senado romano puso a su disposición a 30.000 legionarios y 2.000 jinetes. Dos misiones le fueron encomendadas al cónsul: reducir a Viriato y destruir Numancia. No consiguió ninguna de las dos, aunque sí obtuvo ciertos triunfos sobre las tribus ibéricas. Sometió la rebelión de los belos, lusones y titios, y conquistó Centrobia y Contrebia. Su avance era inexorable y ni siquiera los arévacos lograron detenerle. Sólo las ciudades de Numancia y Termancia le ofrecieron una pertinaz resistencia. Metelo descartó el ataque directo a Numancia y tomó la decisión de devastar el territorio de los vacceos y de los lusitanos con el propósito de bloquear sus rutas de suministro. Pretendía cercar la ciudad en previsión a la campaña del siguiente año. Pero el Senado romano no prolongó su mandato y tuvo que regresar a Roma.
Metelo fue sustituido por Quinto Pompeyo en el 141 a.C. Hombre inexperto y precipitado, lanzó sus huestes directamente contra las murallas de Numancia, sufriendo una estrepitosa derrota. El cónsul no podía presentarse ante el Senado de Roma con este fracaso y decidió atacar Termancia, donde cosechó el mismo resultado. No obstante, el Senado prolongó su mandato durante un año más. Ante Quinto Pompeyo se presentaba la oportunidad de resarcirse de las derrotas sufridas. Escarmentado, Pompeyo se dirigió a Numancia, pero en esta ocasión, no intentó su asalto directo, sino que la asedió. Pero las continuas incursiones de los rebeldes numantinos le impidieron lograr su propósito. Sus tropas se encontraban desmoralizadas y agotadas, sin ánimo de continuar con una infructuosa lucha. Ante el desolador horizonte que se le avecinaba y persuadido de que no podría conquistar la capital de los arévacos, llegó a un acuerdo de paz. Su propósito era presentarse ante el Senado de Roma como el pacificador de la Celtiberia. Numantinos y romanos llegaron a un acuerdo, pero éste no fue ratificado por el Senado.
A Pompeyo le sustituyó Marco Popilio Lenas en el 139 a.C., pero sus resultados fueron aún más calamitosos que los de sus antecesores. En el 137 a.C. tomó el relevo en la campaña numantina Cayo Hostilio Mancino. El nuevo encargado de someter a los celtíberos marchó a Numancia con un ejército de 40.000 legionarios. Cuando se encontraba frente a las murallas de la ciudad, le llegaron rumores que advertían sobre la inminente llegada de miles de guerreros cántabros y vacceos, que acudían en socorro de los arévacos. Temiendo quedar cercado por las tribus ibéricas, huyó hacia el valle del Ebro, siendo hostigado durante todo el camino por los guerreros numantinos. La valentía no era la mejor virtud del cónsul romano. Más de 20.000 legionarios perdieron la vida durante la retirada. Los arévacos cercaron lo que quedaba del ejército romano y Mancino se vio obligado a firmar un acuerdo de paz, un foedus aequum, que reconocía la independencia de Numancia. Naturalmente, el Senado no aceptó el pacto firmado por Mancino con los arévacos y, para demostrar su repulsa ante el humillante tratado, fue entregado a los numantinos con las manos atadas y desnudo. De tal guisa fue abandonado a su suerte ante las murallas de Numancia. Los arévacos le contemplaron estupefactos, pero no abrieron la puerta de la ciudad. Así permaneció Mancino durante todo un día hasta que finalmente regresó al campamento romano.
Al desafortunado de Mancino le reemplazó sin excesivo éxito el cónsul Marco Emilio Lépido. Contraviniendo la orden del Senado de someter Numancia, el cónsul atacó Pallentia, pues había sido informado de que en la ciudad de los vacceos se hallaba un inmenso botín. Pero las legiones romanas fueron derrotadas y, en su huida, fueron acosadas por los guerreros vacceos causando una gran mortandad. El Senado, furioso con el cónsul, le relevó del cargo y el urgió a regresar a Roma, antes incluso de que cumpliera su mandato.
Los dos cónsules que sucedieron a Lépido, Lucio Furio Filón y Quinto Calpurnio Pisón sufrieron la misma suerte que sus antecesores y regresaron a Roma con más pena que gloria. La guerra con Numancia se eternizaba y el Senado de Roma era incapaz de encontrar a un general competente que pudiera acabar de una vez por todas con los fastidiosos arévacos. Fue entonces cuando surgió el nombre de Escipión Emiliano, el destructor de Cartago. Un general de demostrada valía, que combatió a los cartagineses durante la Tercera Guerra Púnica, ganándose el sobrenombre de «el Segundo Africano». Pero el enorme prestigio y popularidad de Escipión le granjearon la envidia de no pocos senadores, que lograron que fuera enviado a Hispania únicamente con 4.000 soldados reclutados con sus propios recursos y con el apoyo de clientes africanos y asiáticos.
Con este ejército, indigno de un cónsul de Roma, Escipión recaló en Hispania en el 134 a.C. En tierras hispanas se encontró con un ejército completamente desmoralizado y entregado a la pereza. Ante la dejadez e indiferencia de los oficiales, los cuarteles fueron ocupados por mercaderes y prostitutas. Escipión puso orden en las descuidadas tropas y cuando consideró que ya estaban preparadas para el combate, marchó contra los vacceos con el propósito de abastecerse de suministros y poner a prueba el correcto adiestramiento de sus legionarios. Una vez superado el examen, Escipión consideró que podría afrontar la verdadera misión que le había encomendado el Senado de Roma: la conquista de Numancia.

El asedio comenzó en otoño de ese mismo año. Escipión rehuyó de cualquier enfrentamiento. Estableció dos campamentos principales y cinco secundarios. Construyó un muro de cuatro metros de altura, un foso, empalizadas y bloqueó el río Duero con vigas de hierro que hundió en el lecho. Numancia estaba completamente sitiada. Los numantinos se sentían protegidos dentro de la ciudad y esperaron con paciencia el ataque romano, pero éste no se produjo. La estrategia de Escipión era otra: rendirles de hambre y de sed. Los meses pasaban. El persistente cónsul no cejaba en su empeño de agotar la resistencia de los numantinos. La comida y el agua empezaron a escasear y se produjeron las primeras muertes. Los cadáveres eran devorados por los numantinos más hambrientos o menos aprensivos. Después de quince largos meses de asedio y penurias la ciudad se rindió. Los numantinos cedieron las armas y Escipión les concedió dos días para entregarse. Pasado este tiempo, el cónsul cruzó las murallas, descubriendo un espectáculo desolador. La mayoría de la población había tomado la determinación de suicidarse antes de caer en manos romanas y sus cadáveres se encontraban tirados por las calles. Niños hambrientos deambulaban desorientados y confusos, envueltos en un mar de lágrimas sin entender por qué tal desgracia se cernía sobre ellos. Los pocos supervivientes fueron hechos prisioneros y vendidos como esclavos. Escipión ordenó incendiar la ciudad y reducirla a cenizas, para que sirviera como ejemplo a las ciudades ibéricas que, remotamente, consideraran la temeridad de levantarse en armas contra la todopoderosa Roma. Fueron veinte años de incansable lucha y tenaz resistencia de un pueblo, el numantino, que no pudo ser reducido por medio de las armas, sino del hambre y la sed.
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