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La primera Guerra Carlista (1833-1840)

Actualizado: 2 oct 2022


Ni el rancio absolutismo de Fernando VII, ni las ideas reformistas y liberales derivadas de las Cortes de Cádiz pudieron conceder un minuto de paz a un país que llevaba desde inicios del siglo en guerra. Desgraciadamente, los años que siguieron a la muerte del rey absolutista, tampoco iban a ser mejores. La sucesión de Fernando VII desencadenó una guerra entre los partidarios de su hija Isabel y los de su hermano don Carlos María Isidro. Son las denominadas Guerras Carlistas. Antes de profundizar en la primera de estas guerras, pues se libraron tres a lo largo del siglo XIX, comentaremos los antecedentes.

En 1829 Fernando VII se casó con doña María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Era su cuarta y última esposa. Hasta ese momento, el rey carecía de descendencia, por lo tanto, su legítimo sucesor debía ser su hermano don Carlos María Isidro. Pero doña María Cristina se quedó embarazada. En marzo de 1830, el rey publicó la Pragmática Sanción, por la cual, su futuro hijo o hija gobernaría independientemente de su género. Y, para complicar aún más la sucesión, los reyes tuvieron una hija, Isabel.

La publicación de esta ley generó un profundo malestar en su hermano don Carlos, y más cuando la sucesora fue una niña. Si Fernando VII hubiera tenido un hijo, no habría habido mayor problema, pues ese niño habría sido proclamado automáticamente el heredero. Pero nació Isabel y don Carlos se quedaba fuera de la primera línea sucesoria, porque su hermano, el rey, había publicado la Pragmática Sanción pocos meses antes del nacimiento de la criatura. La irritación era considerable tanto en don Carlos, como en las corrientes más conservadoras y absolutistas del reino. No obstante, en septiembre de 1832, en un momento en el que Fernando VII se encontraba gravemente enfermo, derogó la ley, cediendo a las constantes presiones recibidas por su hermano y sus partidarios. Don Carlos volvía a ser su legítimo sucesor.



Se retornaba así a la situación inicial, pero por poco tiempo. El rey recuperó la salud en diciembre de ese mismo año, y anuló el decreto derogatorio; la Pragmática Sanción volvía a estar en vigor. Isabel, que para entonces contaba con dos años, era de nuevo la sucesora. Don Carlos se negó a jurar fidelidad a Isabel como princesa de Asturias, pues sería reconocerla como legítima heredera al trono. Fernando VII temiendo una revuelta liderada por su hermano, le obligó a exiliarse de España. Don Carlos y su familia se macharon a Portugal en 1833, en espera de los acontecimientos. Desde el país vecino se reunió con sus partidarios, planificó estrategias y dispuso su regreso a España una vez que el rey hubiera fallecido. De ningún modo, Don Carlos iba a tolerar que una mocosa le arrebatase el ansiado trono.

No esperó mucho Don Carlos en el exilio, pues en septiembre de ese mismo año, moría Fernando VII. Se iniciaba así, la guerra civil que enfrentaría a los «cristinos o isabelinos», partidarios de la reina Isabel, con los «carlistas», seguidores de don Carlos María Isidro.

La sociedad española quedó dividida en dos. El partido isabelino lo formaba la alta burguesía, el ejército (principalmente los altos mandos), los burócratas, el aparato administrativo, los grandes latifundistas, la clase urbana y el alto clero. A los carlistas los apoyaron principalmente el campesinado, la nobleza rural, los absolutistas, el bajo clero y algunos militares, sobre todo, de baja graduación.

El conflicto se internacionalizó, siendo el gobierno liberal de Isabel II el que consiguió mayores apoyos. En abril de 1834, el Reino Unido, Francia, Portugal y España firmaron en Londres el Tratado de la Cuádruple Alianza, por el cual, los cuatro países se comprometían a combatir a los infantes don Miguel en Portugal y don Carlos en España. Los gobiernos ingleses, franceses y portugueses enviaron soldados para combatir a los carlistas, siendo los más relevantes los 12.000 ingleses de la Legión Inglesa, comandados por el general Lacy Evans.



Austria, Prusia y Rusia, potencias absolutistas, consideraron que el Tratado de la Cuádruple Alianza favorecía los intereses de los gobiernos liberales. No obstante, y para evitar una intervención directa en España, reconocieron el gobierno de doña Isabel. Estas potencias apoyaron financieramente la causa carlista, pero su colaboración fue totalmente insustancial y simbólica.

El ejército carlista, en sus inicios, estaba compuesto por unos 20.000 soldados, frente a los 120.000 del ejército isabelino. De hecho, se calcula que, durante toda la contienda, el ejército isabelino llegó a movilizar a 500.000 soldados. Ante esta abrumadora diferencia de tropas, ¿cómo fue posible que la guerra durara siete años? El ejército isabelino disponía de los medios humanos, materiales y económicos necesarios para aplastar la sublevación en pocos meses, pero no lo consiguieron. Varios fueron los motivos que provocaron que, a pesar de la manifiesta superioridad de las fuerzas isabelinas, la guerra durara siete largos años.

El levantamiento triunfó principalmente en el País Vasco, Navarra y Cataluña, regiones con montañas escarpadas, bosques frondosos y ríos caudalosos. La orografía de estas regiones favorecía la guerra de guerrillas con la que los carlistas hostigaron a las tropas isabelinas. Los sublevados conocían el terreno mucho mejor que los isabelinos. Los carlistas contaban con el indispensable apoyo de la población de estas comarcas, que les facilitaban víveres e información sobre el avance de las tropas isabelinas.

Cabe mencionar las incuestionables habilidades militares de destacados mandos carlistas como, por ejemplo, el general Zumalacárregui. El entusiasmo, la motivación y coraje de los soldados carlistas, muchos de ellos milicianos voluntarios, les ayudó a superar no pocas adversidades en los momentos más complicados de la contienda.

La sublevación carlista no estalló únicamente para defender unos determinados derechos dinásticos, sino también tuvo una importante motivación política. Las regiones que disfrutaban de sus propios fueros apoyaron la causa de don Carlos, pero no fue únicamente porque le consideraran el legítimo rey, sino para mantener sus propios fueros, leyes y privilegios. Las políticas liberales durante el reinado de Isabel II tuvieron un marcado carácter centralizador y, por lo tanto, perseguían la eliminación de fueros y privilegios regionales. Por tal motivo, el movimiento carlista disfrutó de tanta aceptación en el País Vasco, Navarra y Cataluña, aunque también tuvo partidarios, aunque en menor medida, en Galicia y Castilla la Vieja.

Las provincias que tenían sus propios fueros estaban exentas de la prestación del servicio militar, pagaban menos impuestos, disfrutaban de autonomía fiscal y comercial, derecho civil y penal propios, estatuto de hidalguía para todos sus habitantes, etc. Para los vascos o navarros, abolir sus fueros significaba «anular parte de su identidad como pueblo». No lo podían tolerar.


***



El 29 de septiembre de 1833, murió Fernando VII. Su mujer, la reina María Cristina, gobernaría el país en calidad de regente, hasta que la princesa Isabel alcanzara la mayoría de edad. Pero don Carlos, que en ningún momento aceptó a doña Isabel como futura reina, se proclamó legítimo sucesor.

El estallido de la sublevación se originó de una forma un tanto curiosa. El 3 de octubre de 1833, un funcionario de correos de Talavera de la Reina llamado Manuel María González, al grito de «¡Viva Carlos V!» y acompañado por un grupo de carlistas, depuso a las autoridades isabelinas de la ciudad. Aunque esta rebelión tuvo poco éxito, pues el funcionario en cuestión fue capturado y fusilado, supuso el detonante para que se desataran decenas de levantamientos por toda España. Al principio, se trataba de focos aislados, sin ninguna organización o conexión entre ellos. Muchos fueron sofocados al instante, sobre todo en Andalucía, pero aquellos en los que la población se involucró, apoyando a los carlistas, triunfaron. Es el caso del País Vasco, Navarra, Aragón, Cataluña, Galicia y Castilla la Vieja, donde el cura Merino tuvo un papel muy relevante.

Aunque muchos soldados profesionales apoyaron a don Carlos, los primeros levantamientos fueron protagonizados por milicianos voluntarios. En el norte, emergió con fuerza la figura de Zumalacárregui, a quien las fuerzas carlistas le ofrecieron el mando único del ejército de Navarra. Zumalacárregui consiguió agrupar, en un solo ejército, las partidas de voluntarios carlistas que actuaban de forma dispersa por Navarra. En el resto de España, el levantamiento carlista fue sofocado, manteniéndose vivo principalmente en el País Vasco, Navarra, Cataluña y el Maestrazgo. El 8 de julio de 1834, don Carlos María Isidro cruzó la frontera francesa y entró en Elizondo, donde fue recibido por Zumalacárregui. La presencia de don Carlos espoleó aún más los ánimos de los voluntarios carlistas. Tenían bajo su control importantes ciudades vascas y navarras, pero necesitaban conquistar una plaza relevante que les concediera una dimensión internacional, pues hasta ese momento, las potencias extranjeras les consideraban como una suerte de guerrilleros con pocas posibilidades de éxito.




Los carlistas necesitaban dar un golpe de efecto, apoderarse de una importante capital de provincia. Don Carlos estimó que Bilbao era el objetivo perfecto para demostrar al resto del país, que la victoria era posible. El 10 de junio de 1835, comenzó el sitio de la ciudad. Los carlistas fracasaron en el asalto y, ante la llegada de los refuerzos isabelinos, tuvieron que huir, levantando el asedio. Para su desgracia, el fracaso en la conquista de Bilbao no fue lo peor que les pudo suceder. Durante el sitio, Zumalacárregui fue herido por una bala, falleciendo días después. La causa carlista perdía a su militar más valioso.

La muerte de Zumalacárregui supuso un cambio de estrategia. Los carlistas decidieron extender la guerra por toda España mediante incursiones armadas. Una columna, comandada por el carlista Guergué, entró en Huesca y consiguió llegar a Cataluña. Otra más cruzó toda Castilla, llegando a la provincia de Madrid.

Los carlistas dejaron de luchar a la defensiva y pasaron a la ofensiva. El objetivo era contactar con aquellos focos carlistas que se encontraban distantes, pero que disfrutaban de un considerable apoyo popular. Se dispusieron varias columnas formadas por pocos soldados, pero muy móviles y bien pertrechados. Un reducido grupo de soldados no tendría dificultad en conquistar pequeñas poblaciones casi desprotegidas.

Espartero consiguió liberar Bilbao de un nuevo asedio carlista, pero don Sebastián, noble carlista de origen hispanoportugués, venció a los legionarios ingleses en la batalla de Oriamendi. Espoleado por esta victoria, don Sebastián organizó una expedición con el propósito de conquistar Madrid. Consiguió llegar a Arganda, pero en el momento decisivo, cuando se disponía a marchar hacia la capital del Reino, a don Carlos le surgieron dudas sobre el éxito de la campaña. Finalmente, los carlistas se retiraron ante la llegada de los refuerzos isabelinos. En ese momento, cuando mejor se estaba desarrollando la guerra para los intereses carlistas, es cuando estallan una serie de disensiones y enfrentamientos internos, que provocaron un giro radical en el transcurso de la contienda.


En el seno del carlismo se desataron los desacuerdos, intrigas y luchas de poder entre las dos principales facciones; los «moderados o transaccionales» y los «apostólicos». No ayudó a contener el conflicto interno, que amenazaba con dinamitar el movimiento carlista desde su interior, el nombramiento de general en jefe de las tropas carlistas del moderado Rafael Maroto.

Maroto negoció la paz con los isabelinos moderados. Los apostólicos le acusaron de traición y persistieron en continuar la guerra. En febrero de 1839 Maroto acusó a varios militares apostólicos de conspirar contra él y ordenó su fusilamiento. Célebres militares carlistas como Guergué fueron fusilados en Estella. Estas ejecuciones generaron desconfianza, resentimiento y desmoralización en la tropa carlista, que daba la guerra por perdida.

Las discrepancias internas y las luchas entre moderados y apostólicos no ayudaron a ganar la guerra, sino todo lo contrario, pues este escenario facilitó las negociaciones entre el general isabelino Espartero y el carlista Maroto, que concluyeron el 31 de agosto de 1839 con el Convenio de Vergara. Conforme a este acuerdo, Espartero recomendaría a las Cortes la concesión o modificación de los fueros y se reconocería los grados y honores de los militares carlistas que acataran la Constitución de 1837.

Pero la guerra no terminó con la firma del Convenio de Vergara. Ramón Cabrera, un destacado militar carlista, no aceptó el pacto y continuó con las hostilidades en el Maestrazgo y en Cataluña. Su resistencia fue tenaz hasta que el 30 de mayo de 1840, el general Espartero entró en Morella. Con sus fuerzas menguadas y debilitadas, continuó la resistencia en el norte de Cataluña hasta que el 6 de julio de 1840 cruzó la frontera de Francia con los últimos soldados carlistas. Ahora sí, la guerra había terminado.

Don Carlos María Isidro cruzó la frontera francesa acompañado de los soldados que no aceptaron la rendición de Maroto. En 1845 abdicó a favor de su hijo don Carlos Luis. Murió en Trieste en 1855.


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