La Guerra de las Comunidades (1520-1522)
En 1516 murió Fernando el Católico y el príncipe Carlos se autoproclamó rey de Castilla y Aragón en Bruselas. Aunque esta proclamación fue del todo discutible y de dudosa legalidad, significaba toda una declaración de intenciones, pues temía que su hermano pequeño, don Fernando, se le adelantara. Don Fernando era el ojito derecho de su abuelo. Nació en Alcalá de Henares y fue criado en Castilla. En cambio, don Carlos nació en Gante y apenas hablaba castellano. El rey Fernando meditó seriamente cederle la Corona de Aragón, lo que hubiera desencadenado una guerra fratricida. No obstante, el rey recapacitó y nombró finalmente sucesor a su nieto don Carlos.

Los nobles castellanos y aragoneses le recibieron con las expectativas propias de quienes desean mantener o mejorar sus privilegios. Don Carlos era el heredero legítimo tanto de doña Isabel, como de don Fernando. Aunque su proclamación no fue cuestionada, no faltaron nobles que consideraban que su hermano don Fernando, al haber nacido y vivido en España, era más adecuado para el trono.
Desde el punto de vista legal era necesario encontrar un subterfugio que permitiera a don Carlos ser proclamado rey, sin menoscabar la autoridad de su madre, doña Juana, que, aunque permanecía encerrada en Tordesillas, era la vigente reina de Castilla, pues a su padre nunca le interesó inhabilitarla. Si Don Carlos era proclamado rey por las Cortes castellanas, infringiría la línea sucesoria, pues su madre, doña Juana, todavía vivía. Su nombramiento podría considerarse un golpe de Estado. Tendría que obrar con cautela y delicadeza o podría ofender a parte de la nobleza castellana. Finalmente, se acordó que tanto doña Juana como don Carlos eran reyes de Castilla. Muchos miembros del Consejo Real y de la alta nobleza se mostraron en contra. El cardenal Cisneros les conminó a que aceptasen la fórmula y al nuevo rey, o todo el reino corría el riesgo de verse abocado a una guerra civil. El Consejo Real aceptó, pero exigió que a doña Juana se le preservara la dignidad y el respeto que merecía como reina de Castilla. Don Carlos respetó todos los títulos de su madre. Los documentos reales se presentaron encabezados, primero por doña Juana y luego por él. Nada más llegar a España en 1517, lo primero que hizo fue visitarle en Tordesillas y solicitarle sus bendiciones. Doña Juana seguiría siendo la reina, aunque el poder y el título de rey lo ostentaría don Carlos.

Los notables castellanos esperaban impacientes, con entusiasmo y renovada ilusión, la llegada del nuevo rey. Pero fue arribar la flota de don Carlos a España, para que surgiera la desconfianza y una abierta hostilidad entre el rey y su séquito extranjero con la nobleza y la Iglesia castellana. Enfrentamientos que desembocaron en el estallido de la guerra de las Comunidades en Castilla y en las revueltas de las Germanías en Valencia y Mallorca. En Castilla se esperaba con expectación al nuevo rey, pero sus primeros meses de gobierno fueron del todo decepcionantes. Carlos I retrasó su llegada a Valladolid, y el Cardenal Cisneros, regente tras la muerte de Fernando el Católico, impaciente por conocerle personalmente, partió a su encuentro desde Madrid, pero murió en el camino. Probablemente, este retraso fue deliberado y maquinado por Chièvres, el valido de don Carlos, que no deseaba que el joven rey se entrevistara con el influyente regente castellano. El Cardenal era un hombre poderoso y respetado. Durante sus regencias, no sólo había mantenido el orden, sino que había sofocado con acierto varios intentos de invasión francesa. Era un hombre querido y admirado por la nobleza castellana. Chièvres temía que el cardenal pudiera influir en Carlos I y por tal motivo retrasó el encuentro, con la esperanza de que la muerte sorprendiera a Cisneros, pues estaba informado de su frágil estado de salud. El fallecimiento del cardenal Cisneros entristeció a los castellanos, pues consideraban que el regente era la persona idónea para guiar a un joven e inexperto rey, que apenas disponía de conocimiento alguno acerca del país que pretendía gobernar.
Carlos I llegó a España acompañado de una Corte completamente extranjera, en la que ocupaba un papel predominante Chièvres, su valido y hombre de confianza. Chièvres era un reconocido francófilo, al que ya en 1516, antes de pisar tierras hispanas, el rey dispensó títulos y cargos. Nada más autoproclamarse en 1516 rey en Bruselas, Carlos I comenzó a repartir títulos, cargos e incluso nombramientos eclesiásticos entre los miembros de la Corte flamenca. De todos los cortesanos, el más beneficiado fue Chièvres, al que nombró contador mayor de Castilla, capitán del mar de la Corona de Aragón y almirante de Nápoles. Los miembros del clero flamenco que le acompañaban tampoco se quedaron cortos. A Adriano de Utrecht lo nombró obispo de Tortosa y a Ludovico Marliano, de Tuy.
Esos nombramientos no agradaron precisamente al clero castellano. Pero la gota que colmó el vaso de la paciencia de los clérigos fue el nombramiento en 1517 de Guillermo de Croy, sobrino de Chièvres, que contaba con tan sólo 20 años, arzobispo de Toledo. Guillermo de Croy ocupó el puesto del fallecido cardenal Cisneros. La reina Isabel la Católica dictó unas normas muy estrictas que impedían que ciertos cargos eclesiásticos fueran ocupados por extranjeros. Guillermo de Croy, para sortear este contratiempo y poder así ostentar tan alto cargo fue «nacionalizado» castellano. Esta maniobra fue considerada por la nobleza y el clero castellano como un intolerable ultraje y una humillación a la memoria del difunto cardenal. El sustituto de Cisneros no era más que un jovenzuelo, un extranjero sobrino del valido de Carlos I.
En este clima de desconfianza, y sin hablar apenas castellano, llegó el rey con su séquito flamenco a Valladolid en 1518. Varias fueron las peticiones que hicieron las Cortes castellanas al nuevo rey. Entre ellas, le reclamaron que el nombre de la reina Juana debía anteceder al suyo en los documentos reales y si algún día su madre recobraba la razón, Carlos I debería devolverle el poder y la autoridad. Carlos I no estuvo muy a favor de estas peticiones, pues cuestionaban su legitimidad como rey. Para los nobles, Castilla ya tenía a su reina y Carlos I era una suerte de rey interino. Gobernaría hasta que su madre estuviera en condiciones de hacerlo.
Las Cortes castellanas hicieron otras peticiones al nuevo rey: no entregaría más altos cargos a extranjeros, y su hermano, el infante Fernando, no saldría de Castilla hasta que don Carlos no tuviera descendencia. Ésta última petición tenía toda su lógica. Si Carlos I fallecía, su sucesor sería su hermano don Fernando y era conveniente que permaneciera en Castilla. Pero para Carlos I era mejor enviar a su hermano lo más lejos posible, pues no eran pocos los notables castellanos que consideraban que don Fernando era más apto y gozaba de una mayor legitimidad para gobernar. Como ya hemos comentado, incluso el rey Fernando el Católico estuvo tentado de nombrarlo sucesor. Carlos I, informado de las simpatías que despertaba su hermano entre los nobles y clérigos castellanos, y para evitar que pudiera confabular contra él, lo embarcó en una flota rumbo a Flandes en 1518. El rey no cumplió con la petición de las Cortes castellanas, pero bien que se embolsó los doscientos millones de maravedíes que la Corte le concedió para financiar su pugna por lograr el título de Emperador.
La relación que mantenía el rey con Germana de Foix tampoco fue del agrado ni del clero, ni de los nobles castellanos. Quien había sido esposa de su abuelo tenía 31 años, cuando Carlos I contaba sólo con 17. En su testamento, Fernando el Católico le pidió que cuidara de ella. Y muy bien que lo hizo, pues en 1518, Germana de Foix tuvo una hija llamada Isabel, cuyo padre, probablemente, fue el propio Carlos I. Para proteger la dignidad de quien había sido reina consorte de Aragón, se concertó su matrimonio con Juan de Brandenburgo. No obstante, la princesa no dejó de acompañar al rey en sus viajes a Flandes y Alemania, hasta que se casó en terceras nupcias con Fernando de Aragón, duque de Calabria.
En enero de 1519 murió su abuelo Maximiliano I, y Carlos I entró de lleno en la carrera imperial. El emperador Maximiliano I fue proclamado emperador por elección, pero no consiguió su propósito de ser coronado por el papa, por lo tanto, no podía proponer a su nieto como heredero. Para ser coronado, Carlos I tendría que seguir el procedimiento exigido por la Bula de Oro, una serie de normas y preceptos que regulaban el proceso de elección de emperador.
La Bula de Oro fue decretada por el emperador Carlos IV en 1356 y atribuía la elección del Rey de los Romanos a siete ilustres personalidades de los cuales tres eran eclesiásticos y cuatro nobles. Los eclesiásticos eran los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia. Los nobles; el rey de Bohemia, el margrave de Brandemburgo, el conde del Palatinado y el duque de Sajonia. Eran los llamados Príncipes Electores.

En cuanto a los candidatos, sólo el joven y ambicioso Francisco I, rey de Francia, disputó el título de emperador a Carlos I. El rey francés contaba con veinticinco años, mientras que Carlos tenía sólo diecinueve. Era algo mayor y, por lo tanto, más experimentado en labores de Estado y gobierno. Además, disfrutaba del favor del papa León X, quien advirtió en el francés al defensor del cristianismo frente a la amenaza que suponía para Europa el imperio turco. La elección de Carlos I no fue fácil, ni barata. Las disposiciones de la Bula de Oro determinaban que los electores tenían que reunirse en un mes y elegir al emperador en un plazo no superior a tres meses.
Carlos I fue informado de la muerte de Maximiliano I cuando se encontraba de camino a Barcelona, donde se disponía a recibir y ofrecer los correspondientes juramentos de fidelidad, así como a solicitar dinero para su candidatura.
Fueron meses complicados, de difíciles y arduas negociaciones con los Príncipes Electores y donde las bolsas colmadas de monedas corrían de un palacio a otro. Pero poco a poco, la decisión sobre la elección del candidato que debía ocupar tan alta dignidad se fue clarificando. La voluntad del príncipe de Sajonia de apoyar a la candidatura de Carlos I fue determinante. El papa León X, que había favorecido al candidato francés, cambió de parecer cuando la elección de Carlos I se hacía más evidente, pues temía ganarse la enemistad de quien se erigía como el rey más poderoso del mundo. Y, naturalmente, la ingente cantidad de dinero invertida por Carlos I para ganarse el favor y la simpatía de los Príncipes Electores fue de gran ayuda. Los abultados préstamos que pidió a las poderosas familias alemanas, como los Fugger, bien que los tuvo que abonar posteriormente la Corona de Castilla.
Así pues, en junio de 1519, los Príncipes Electores votaron por unanimidad a favor del rey Carlos I de España, que desde aquel día pasó a la posteridad como Carlos V, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Pero tocó pasar por caja y de qué manera. No sólo tuvo que hacer importantes «donaciones» a los Príncipes Electores, sino que también a las ciudades y a la alta nobleza alemana, para ganarse su favor y estima. El coste de la coronación ascendió a unos 850.000 florines, una auténtica fortuna que hubo que sufragar con las arcas del reino.
Carlos I se encontraba en Barcelona cuando un correo le adelantó la buena nueva. Pero tuvo que esperar hasta agosto, cuando una delegación enviada por los Príncipes Electores le confirmó oficialmente su proclamación. El rey estaba impaciente por partir cuanto antes a Alemania, pero tuvo que esperar a que se celebraran las Cortes catalanas en enero de 1521. Además de jurarle lealtad, los dignatarios catalanes le concedieron 250.000 libras, que le vinieron muy bien para pagar dádivas y favores.
La noticia del nombramiento de Carlos I como emperador no tardó en llegar a Toledo y una comisión de nobles toledanos acudió a Barcelona con la intención de mantener una audiencia, pero Chièvres se opuso. Las autoridades toledanas pretendían que Carlos I cumpliera lo solicitado por las Cortes castellanas: el rey no abandonaría Castilla, no sacaría más dinero de las arcas reales y dejaría de conceder nombramientos y títulos a los flamencos. Los castellanos todavía se hallaban profundamente dolidos por el nombramiento de Guillermo de Croy como arzobispo de Toledo. El rey no tuvo la dignidad de reunirse con ellos y los mandatarios toledanos regresaron enfurecidos a Castilla.
Antes de partir a Alemania para recibir la Corona Imperial, Carlos I convocó las Cortes castellanas en Santiago de Compostela, pero tras una serie de infructuosas votaciones, las Cortes se trasladaron a La Coruña, desde donde el rey tenía pensado zarpar a los Países Bajos. A estas Cortes no acudieron los procuradores de Toledo y Salamanca. Las disposiciones acordadas en las Cortes de La Coruña se consideraron ilegítimas y la ciudad de Toledo se declaró en rebeldía. Carlos I, ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, meditó cancelar su viaje a Alemania y sofocar la revuelta. Pero se marchó, y la revuelta, elevada a la categoría de guerra civil, estalló. El rey no aceptó ninguna de las peticiones que le presentó la delegación toledana que viajó a Barcelona, y que fueron reiteradas posteriormente en las Cortes de Santiago de Compostela y La Coruña. De hecho, para echar más leña al fuego, cuando se marchó a los Países Bajos, nombró regente a un extranjero, Adriano de Utrecht. Una nueva provocación que los castellanos no estuvieron dispuestos a tolerar.
El 23 de octubre de 1520, Carlos I fue proclamado emperador en Aquisgrán. Mientras el rey de España recibía la Corona que le consagraba como emperador del Sacro Imperio Romano, la revuelta de los comuneros se extendía por toda Castilla.

La sublevación de los comuneros no fue el único «inconveniente» al que Carlos I tuvo que hacer frente. En el año 1517, Lutero clavó en la puerta de la iglesia del palacio de Wittemberg sus famosas noventa y cinco tesis, abriendo una gran crisis religiosa en el seno de la Iglesia Católica, llamada Reforma. Carlos I recibía inquietantes noticias de Castilla, pero las propuestas revolucionarias de Lutero y el cisma que pudieran provocar en el seno de la Iglesia retrasaron su regreso. Carlos I era el adalid del cristianismo, el elegido para defender a la Europa cristiana de las acometidas y las ambiciones del Turco. No concebía que pudiera desatarse una crisis de tal envergadura, que amenazara con dividir en dos al catolicismo.
Antes de regresar a Castilla, Carlos I debía sofocar una revuelta que empezó siendo religiosa, pero que fue cobrando una trascendencia cada vez más política, según se fueron desarrollando los acontecimientos. El nacionalismo alemán no tardó en aceptar las doctrinas de Lutero, pues consideraba que la Iglesia de Roma se había alejado de los preceptos que promulgaba y que hacía un uso vil y corrupto de las ingentes cantidades de dinero que recibía de las instituciones y los clérigos alemanes. La Reforma en Alemania no supuso sólo una crisis religiosa, sino también nacionalista y económica. Carlos I consideraba que, si regresaba a Castilla a sofocar la sublevación, no tardaría en verse obligado a regresar a Alemania para sofocar otra. Cuando se suponía que era el Turco quien encarnaba el mayor riesgo al que debía enfrentarse la cristiandad, surgió la figura de Lutero.
Buena parte de la sociedad y de los príncipes alemanes se unieron a la causa luterana. El papa apremió a Carlos I para que erradicara la herejía de Lutero de una vez por todas, o sus preceptos se extenderían por una buena parte de Europa. Y así hizo. Carlos I luchó contra el luteranismo durante todo su reinado, pero no consiguió derrotarlo. Con la irrupción de la Reforma, se sucedieron una serie de guerras de religión, que desangraron gran parte de Europa durante siglos.
Carlos I se encontraba en una situación muy compleja y con varios frentes en los que luchar: la guerra de las Comunidades de Castilla y de las Germanías en Valencia y Mallorca, y el avance del protestantismo en Alemania.
En abril de 1521 convocó la Dieta de Worms en la que fue citado Lutero para que pudiera defenderse de las graves acusaciones de herejía que se difundieron contra él, ante el mismísimo emperador. La Dieta se alargó durante meses y Lutero consideró que era más que probable que finalmente acabara arrojado a una hoguera acusado de herejía. Con la colaboración del príncipe de Sajonia, logró huir al castillo de Wartburg, donde permaneció escondido durante unos meses. Tras la huida de Lutero, Carlos I promulgó el Edicto de Worms, que le declaraba hereje y prohibía sus obras. Lutero había escapado, protegido por los nobles que abrazaron su causa. El emperador consideró que tarde o temprano sería llevado ante la justicia y se ocupó de otros asuntos. Esto no significó que considerara que el luteranismo estuviera erradicado, ni mucho menos. La división del cristianismo le preocupaba profundamente, pero eran numerosas y apremiantes las dificultades a las que tenía que enfrentarse. No podía destinar todo su tiempo y esfuerzo en combatir a Lutero y a sus enseñanzas.
***
Carlos I deseaba regresar a España para sofocar las revueltas de Castilla, Valencia y Mallorca, pero antes, necesitaba poner un poco de orden en su nuevo Imperio. No obstante, en Alemania siempre estuvo debidamente informado de todo lo que acontecía en tierras hispanas.
Pero mientras el emperador permanecía en Alemania, la revuelta no dejaba de extenderse por toda Castilla, siendo liderada por Juan de Padilla en Toledo, Juan Bravo en Segovia y Pedro Maldonado en Salamanca. Más tarde, según avanzaba la sublevación, ya convertida en guerra, se fueron sumando otros personajes relevantes, como María Pacheco, la esposa de Juan de Padilla.
Los comuneros lucharon por alcanzar mediante el uso de las armas, lo que el rey les negó en las Cortes. Pretendían que los cargos de relevancia, tanto civiles como eclesiásticos, fueran ocupados por castellanos, que el dinero de las arcas no saliera de las fronteras y que, en ausencia del rey, el regente fuera castellano. No perseguían derrocarlo, pues era el legítimo heredero de Isabel la Católica. Reclamaban que fuera sensible a sus peticiones y respetara los fueros y las Cortes castellanas. Pero el rey se negó, una vez más, a aceptar tales condiciones. Carlos I necesitaba el dinero castellano para pagar los descomunales préstamos solicitados a los banqueros alemanes. Tampoco tenía mucho interés en que los castellanos sustituyeran a los flamencos que había colocado en puestos relevantes de la administración y del clero. Ni mucho menos, ningún castellano reemplazaría al regente, Adriano de Utrecht, en quien tenía depositada toda su confianza.
En Segovia se produjeron disturbios y revueltas que acabaron con el asesinato del procurador, Rodrigo de Tordesillas. Este crimen desencadenó la reacción de las autoridades, que enviaron un ejército para sofocar a los insurrectos. Pero las tropas realistas se encontraron con la airada respuesta de la población y de un ejército procedente de Toledo, liderado por Juan de Padilla.
Adriano de Utrecht ordenó hacer uso de la artillería real emplazada en Medina del Campo, para combatir a los insurrectos de Segovia. Le encomendó esta misión a Antonio de Fonseca, pero éste se encontró con una fuerte resistencia entre la población de Medina del Campo, que estaba advertida de que los cañones serían utilizados para arrasar la ciudad de Segovia. Antonio de Fonseca en ningún momento consideró que fuera a tener alguna dificultad en hacerse con la artillería. Frustrado, entregó la ciudad al saqueo y pillaje. Los soldados actuaron de forma cruel y despiadada con la población, asesinando incluso a mujeres y niños. Y como escarmiento, incendiaron la ciudad. La crueldad derramada por el enviado del regente provocó que muchas ciudades castellanas, que se habían mantenido al margen de la revuelta, tomaran partido por los comuneros. Adriano de Utrecht no sólo fue incapaz de sofocar la sublevación, sino que sus decisiones lograron extenderla.
Los comuneros no pretendían derrocar al rey, simplemente buscaban que fuera sensible a sus reivindicaciones. Pero la brutalidad desatada por las tropas realistas sobre la población de Medina del Campo favoreció que, entre los líderes comuneros, surgiera la idea de liberar a la reina Juana, que aún se encontraba confinada en Tordesillas, para que sustituyera en el trono a su hijo. La reina nunca fue inhabilitada, pero sería necesario convencerla para que asumiera sus responsabilidades. Con este propósito, los comuneros se dirigieron a Tordesillas.
Los rebeldes entraron sin dificultad en la ciudad y se entrevistaron con la reina. Juan de Padilla habló con ella y le dijo que estaban allí para liberarla de su largo cautiverio. Le ofreció recuperar el trono que por derecho le pertenecía, pero doña Juana no estuvo muy por la labor de apoyar su causa. Después de permanecer once años encerrada y con sus capacidades mentales deterioradas, no tuvo mucho interés en asumir las responsabilidades que conllevaba gobernar un reino como el de Castilla y mucho menos, en arriesgarse a tener un enfrentamiento con su propio hijo. El rechazo de la reina a apoyar la causa comunera supuso un importante contratiempo para los rebeldes.
Con doña Juana o sin ella, los comuneros habían iniciado un imparable proceso revolucionario y no había vuelta atrás. En septiembre de 1520, la Junta de Tordesillas, que pasó a denominarse la Junta Santa, asumió las responsabilidades de gobierno del reino de Castilla. Desautorizó al Consejo Real y ordenó el arresto de sus miembros. Los comuneros habían dado un auténtico golpe de Estado.
Adriano de Utrecht se hallaba superado por las circunstancias. Cada vez eran más las ciudades castellanas que se sumaban a la causa comunera. Los rebeldes se encontraban en el momento más álgido de la revuelta, cuando ocurrió un suceso que provocó un cambio radical en el devenir de los acontecimientos. La sublevación comunera fue consecuencia del rechazo del rey a las peticiones realizadas por los dirigentes castellanos, pero su éxito fue aprovechado por el campesinado, que comenzó a revelarse contra los dueños de las tierras. Esta situación obligó a la Junta Santa a tener que tomar partido o bien por los campesinos o por sus señores. Finalmente, se decantaron por defender los intereses del campesinado. La nobleza se sintió desamparada. Sus propiedades y haciendas fueron asaltadas con total impunidad. La nobleza había permanecido al margen de la contienda en espera de los acontecimientos, pero la determinación de la Junta Santa de apoyar a los campesinos rebeldes en contra de sus intereses, les persuadió a inclinarse por el bando realista en busca de protección.
Debilitar a la Corona suponía para la nobleza aumentar su poder y sus privilegios, pero si se debilitaba demasiado, podría extenderse el caos y el desgobierno. Si esto sucedía, lo que realmente peligraba era el orden establecido. La nobleza contemplaba el movimiento comunero con cierta simpatía, pero todo tenía un límite y que la Junta Santa apoyara a los campesinos que pretendían despojarles de sus posesiones era ciertamente intolerable. La revuelta había degenerado en una revolución.
Ante el cariz que estaba tomando la situación, Carlos I nombró dos nuevos gobernadores: don Iñigo de Velasco, condestable de Castilla, y don Fabrique Enríquez, almirante de Castilla. Ambos eran castellanos. Mientras tanto, Adriano de Utrecht intensificaba los contactos con la alta nobleza castellana, de quien no tardó en conseguir su total apoyo. El Consejo Real, que había sido disuelto, volvió a reunirse en Medina de Rioseco, dominios del almirante don Fabrique Enríquez. Los realistas estaban preparando el contraataque.
Aunque el hombre fuerte de Castilla seguía siendo Adriano de Utrecht, al nombrar dos gobernadores castellanos, Carlos I aceptaba una de las demandas exigidas por las Cortes. El rey necesitaba ganarse el favor de la nobleza y del clero y, nombrar a dos gobernadores castellanos, suponía un primer paso. De hecho, estos nombramientos provocaron las primeras disensiones entre las plazas comuneras. La ciudad de Burgos era partidaria de negociar un acuerdo con el rey, mientras que la postura de Toledo era mucho más intransigente. Enterado de estas desavenencias, don Iñigo de Velasco entró en Burgos sin derramar una gota de sangre. Aceptó las peticiones de las autoridades de la ciudad y Burgos se desligó de la Junta Santa.

Los realistas consideraban que la caída de una ciudad tan importante como Burgos provocaría una escalada de deserciones entre las otras plazas comuneras, pero no fue así. Sólo las armas podrían decantar la situación hacia un bando o hacia el otro. En noviembre de 1520, en Tordesillas, ambos ejércitos se enfrentaron y los comuneros fueron duramente derrotados por las tropas realistas. Tordesillas cayó en manos del rey.
Debido a esta derrota, los comuneros abandonaron de forma definitiva su pretensión de ganarse el favor de la reina Juana, a la que dejaron en Tordesillas, y se trasladaron a Valladolid. A pesar de sufrir numerosas deserciones, consiguieron reagrupar sus tropas y reclutar nuevos soldados para continuar la guerra. Su moral y entusiasmo se renovaron completamente tras la toma de Torrelobatón, una plaza muy cercana a Tordesillas.
Tras esta derrota, los realistas armaron un poderoso ejército comandado por el almirante y el condestable de Castilla, y se enfrentaron a los comuneros en Villalar. En esta batalla, los comuneros sufrieron una terrible derrota. Sus principales líderes, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado, fueron capturados y decapitados en la plaza Mayor de Villalar.
Las ciudades rebeldes, enteradas de la derrota, no tardaron en rendirse y jurar lealtad al monarca. Sólo Madrid y Toledo continuaron fieles a la causa comunera. La defensa de Toledo fue organizada por María Pacheco, viuda de Juan de Padilla. Pero los ánimos estaban muy abatidos tras la derrota de Villalar y el posterior ajusticiamiento de los líderes rebeldes.
En mayo, Madrid capituló. La caída de Toledo y la derrota definitiva de los comuneros era sólo cuestión de tiempo. Así pues, se entablaron las negociaciones que concluyeron con la rendición de Toledo el 25 de octubre de 1521. El acuerdo fue firmado por María Pacheco, como representante de los comuneros en Toledo, y por el prior de la Orden de San Juan, en representación de la monarquía, pero María Pacheco exigía que el pacto también fuera firmado por el propio rey. Esta situación generó tensiones entre realistas y comuneros que desembocaron en un enfrentamiento en febrero de 1522, que no tardó en ser sofocado por las tropas realistas. Tras este último enfrentamiento, se acordó una tregua entre comuneros y realistas que fue aprovechada por María Pacheco para huir a Portugal, donde murió en 1531. La causa comunera había sido derrotada.
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