Don Rodrigo y la pérdida de Hispania
Tras el fallecimiento del rey godo Witiza en el año 710, fue proclamado rey don Rodrigo, un personaje fundamental en nuestra historia. Sus detractores le tildaron de usurpador, pues fue elegido por los nobles, pero no así por los obispos. Por lo tanto, no tardó en ganarse la enemistad de influyentes notables del reino. Una enemistad que desembocaría en lo que en la historia ha pasado a denominarse «la pérdida de Hispania».
Musa ibn Nusair, gobernador árabe de Ifriqiya, la actual Túnez, envió a uno de sus generales, un bereber de nombre Tarik ibn Ziyad, a Hispania para saquear las ciudades próximas a la costa. Don Rodrigo fue a su encuentro y entablaron una lucha en las proximidades del rio Guadalete. Don Rodrigo fue derrotado y, probablemente, murió en la batalla, pues no vuelve a saberse nada más de él. En el año 712, el gobernador Musa ibn Nusair cruzó el Estrecho con un poderoso ejército y, prácticamente sin resistencia, conquistó gran parte de la Península: era el fin del reinado godo y el comienzo del asentamiento musulmán en Hispania.

La invasión de Hispania por parte de los musulmanes fue extremadamente sencilla, pero quizá su explicación también lo sea. En la batalla de Guadalete, don Rodrigo murió o al menos desapareció, pues su cuerpo jamás fue encontrado. Hispania era un reino sin rey. Los godos estaban enfrentados en una guerra civil entre los partidarios de don Rodrigo y los hermanos de Witiza, que le consideraban un usurpador. Por otro lado, los judíos, que llevaban siglos soportando persecuciones y vejaciones por parte de los reyes godos, advirtieron en los musulmanes a unos libertadores, más que a unos conquistadores. Por mal que les fuera con ellos, jamás les podría ir peor que con los cristianos godos. Por lo tanto, no tardaron en ofrecerles su ayuda. En Hispania había un gran número de esclavos y campesinos con pocos recursos, cuya principal preocupación era poder alimentar a sus hijos y no quién les gobernara. En cuanto a los nobles godos, muchos de ellos se convirtieron al islamismo para mantener sus posesiones, ganarse el favor del invasor o simplemente pagar menos impuestos. Fueron los llamados muladíes. Respecto al clero, sirva como ejemplo que Sinderedo, el obispo de Toledo, huyó de Hispania tan pronto tuvo noticia de la invasión musulmana. El obispo buscó refugio en Roma, abandonando a los feligreses godos a su suerte. Por lo tanto, Hispania era un país fragmentado, dividido en facciones que luchaban entre ellas. Los nobles y gobernantes se preocuparon más de sus propios intereses, que de defender el país, y el clero huyó cobardemente dejando a los católicos a merced del islamismo. Esta es la versión corta de la invasión musulmana. Ahora vayamos con la versión extensa, donde se solapan la realidad con la leyenda.
Parece ser que un buen día llegó a la Corte de Toledo una bella cortesana de nombre Florinda, a la que el rey Rodrigo no tardó en echarle el ojo. Un buen día, disfrutó de sus encantos, dejándola embarazada. La joven envió un huevo podrido a su padre, don Julián, que era gobernador de Septem, la actual Ceuta. El gobernador no tardó en entender que su hija había sido mancillada y viajó a Toledo, para exigir al rey que cumpliera con su obligación y tomara como esposa a su hija. Pero don Rodrigo le expulsó de palacio de mala manera, humillándole públicamente delante de la nobleza goda e insultando gravemente a su hija Florinda. Don Julián, iracundo, juró venganza. Pocos meses después de este desagradable incidente, don Rodrigo fue informado de una revuelta de los vascones, al tiempo que del sur le llegaban rumores sobre un desembarco africano. Parecía un ataque coordinado entre dos pueblos que se hallaban muy distantes entre ellos. Una circunstancia altamente improbable, pero no imposible.

Don Rodrigo necesitaba de ingentes recursos para financiar los ejércitos que debían enfrentarse a los vascones que saqueaban las aldeas del norte y a los africanos que amenazaban por el sur, y las arcas del Estado no se hallaban precisamente boyantes. Cuenta la leyenda que en Toledo había una enigmática torre a la que llamaban el Palacio Encantado, que se encontraba escondida entre encinas y alcornoques a pocas millas de la ciudad. Según narraba la historia, dicho edificio había sido erigido por el fabuloso Hércules y en su interior, en una cueva llamada la Casa de los Cerrojos, se ocultaban funestas maldiciones que se abatirían sobre Hispania si algún rey, por avaricia o curiosidad, osaba profanarla. La puerta estaba sellada con los candados de todos y cada uno de los reyes godos, que jamás se habían aventurado a traspasar su umbral y desatar las fuerzas del mal que destruirían el reino. La Casa de los Cerrojos custodiaba los tesoros que el rey godo Alarico saqueó en Roma hacía 300 años, incluida la mítica Mesa del Rey Salomón, en la cual, según afirmaba la leyenda, el rey bíblico escribió todo el conocimiento del Universo, la fórmula de la Creación y el verdadero nombre de Dios. Nombre que jamás debía ser escrito o pronunciado. Quién poseyera la Mesa del Rey Salomón poseería el conocimiento del mundo. Pero tal poder llevaba consigo una maldición, pues el día que la Mesa fuera encontrada, el fin del mundo estaría próximo.
Los reyes godos, nada más ser ungidos con los sagrados óleos de la Corona, debían acudir a la Casa de los Cerrojos y, añadiendo un nuevo candado, reafirmar su compromiso de custodiar y proteger los secretos que guardaba en su interior. Así pues, veinticuatro candados aseguraban la misteriosa puerta. Pero don Rodrigo, ocupado como estaba en afianzarse en el trono, había olvidado sellar la puerta con su candado y requirió la presencia de Sinderedo, el metropolitano de Toledo, el único, según la tradición, que conocía el emplazamiento exacto del Palacio Encantado, para que le acompañara a cumplir con su obligación de rey godo. Pero la intención del rey no era cumplir con la tradición, sino hacerse con el supuesto tesoro que se guardaba en su interior, para poder armar un poderoso ejército con el que combatir a sus enemigos. Así pues, don Rodrigo llegó al Palacio Encantado, entró en la Casa de los Cerrojos y encontró un cofre. El rey estaba lleno de júbilo, pues consideraba que ese cofre estaría colmado de joyas y oro, pero cuando lo abrió, sólo encontró un lienzo con esta inscripción: «Cuando este lienzo sea extendido, el pueblo aquí representado conquistará Hispania y será de ella su señor». En el lienzo apareció la imagen de miles de soldados africanos montados en caballos y dromedarios. La frustración del rey fue colosal; no sólo había traicionado una ancestral tradición entre los reyes godos, sino que con su soberbia y codicia, había arrojado sobre tierras hispanas una terrible maldición. Sin el ansiado oro y con el ánimo abatido y desolado, comenzó a organizar la defensa del país.

Incapaz de dividir sus tropas en dos, marchó en busca de los vascones y envió soldados para confirmar si era cierto el desembarco de tropas africanas en el sur. Cuando le confirmaron que, efectivamente, un ejército africano había desembarcado en Hispania, exigió a los nobles godos lealtad y tropas para combatir al enemigo extranjero. Pero Hispania estaba inmersa en una cruenta guerra civil. Don Rodrigo estaba enfrentado a los witizianos, entre los que se encontraban el obispo Oppas y Sisberto, hermanos del anterior rey Witiza. Éstos le acusaban de ser un usurpador y no le consideraban un rey legítimo. Pero Rodrigo negoció con ellos y finalmente los witizianos accedieron a unir sus tropas a las del rey godo. En julio del año 711, en el río Guadalete, se enfrentaron los visigodos contra los bereberes que, en su mayoría, profesaban la religión cristiana. Los witizianos abandonaron al rey en medio de la batalla, dejándolo a su suerte frente a las tropas invasoras. La caballería bereber rodeó a un ejército cristiano que se encontraba completamente desprotegido por el engaño de los witizianos. Los godos intentaron aguantar las constantes acometidas bereberes, pero fueron superados. El caballo de don Rodrigo fue encontrado muerto en la orilla del río. Los godos buscaron a su rey, pero no lo encontraron. Sin un rey que los guiara en la batalla, y ante las constantes acometidas bereberes, los soldados cristianos se dispersaron y huyeron a Toledo. La derrota visigoda fue devastadora y dejó el camino libre a la posterior invasión musulmana.
Probablemente, el despechado don Julián urdió una trama para derrocar al pérfido de don Rodrigo, que había osado mancillar el honor de su hija. Para cumplir su venganza, imploró el auxilio de Musa ibn Nusair y de los witizianos. De hecho, como gobernador de Ceuta, pudo haber facilitado el embarque de las tropas africanas. Que los primeros invasores fueran cristianos bereberes no carece de importancia. Los witizianos, para desafiar a don Rodrigo, necesitaban ganarse el favor de la nobleza goda, y jamás lo habrían conseguido si se hubieran aliado con extranjeros que, además, fueran musulmanes.
Musa ibn Nusair fue muy hábil. Acordó con los witizianos el envío de un ejército de bereberes cristianos, donde los únicos musulmanes eran los mandos militares y su comandante Takiq ibn Ziyab. Con este ardid, se ganó su confianza. Tras la victoria de Guadalete y persuadido de la debilidad de los visigodos, en el año 712 cruzó el Estrecho al mando de 18.000 guerreros musulmanes, para convertir a la infiel Hispania al islam. Los witizianos pretendieron derrocar a un rey y proclamar a otro en su lugar, pero con su traición dejaron de ser vasallos de un rey cristiano, para serlo de un emir musulmán. En la batalla de Guadalete don Rodrigo perdió un reino que cayó en manos de los musulmanes, que permanecerían en España casi 800 años, hasta que fueron definitivamente expulsados por los Reyes Católicos en el año 1492.
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